sábado, 9 de noviembre de 2013

LIBERTAD



Eran los guerreros más pequeños de la sabana Africana, pero no por eso los menos temidos. Empezaba a amanecer, los primeros rayos se colaban entre las ramas de la solitaria acacia que habían tomado como referencia del territorio que ahora reclamaban para ellos. La actividad en las filas era frenética. Cada uno de sus miembros sabía perfectamente que era lo que debían de hacer esa mañana. Se estaban preparando para la gran guerra y se notaba en el ambiente, ya no por el nerviosismo, sino por la adrenalina que podía olerse recorriendo todo el asentamiento.

Habían llegado el día anterior para preparar la conquista del territorio. Las tropas estaban distribuidas para proteger los posibles puntos de acceso que pudieran encontrar los enemigos en su campamento. La inteligencia colectiva les había servido para mantener esclavizados a sus rivales durante muchos años, ya que la guerra era su modo de vida. Los soldados opositores, al escuchar su avance —haciendo temblar la tierra a su paso—, intentaban plantar cara aun estando en inferioridad numérica. No les faltaba valor, ya que ellos luchaban por su prole y el territorio adquirido mucho tiempo atrás.

La misión de las falanges era adentrarse en las columnas enemigas para hacer prisioneros y después integrarlos a sus filas como carne de cañón. Obligándoles a hacer de avanzadilla en sus numerosas incursiones solo por seguir teniendo el potencial de las masas en combate. Cuantos más mejor. Así era como ganaban sus batallas, siempre superando en número a sus contendientes.

Muchos de los prisioneros eran obligados a atender las necesidades de la tropa, bien como proveedores de alimentos y haciendo los trabajos más pesados, bien excavando en la tierra seca bajo un sol de justicia o manteniendo los asentamientos en perfecto orden de limpieza. Otros por el contrario, sin tener ninguna experiencia en combate, eran obligados a luchar por sus nuevos señores. Los inexpertos soldados no luchaban por obligación o por estar subyugados, sino por su vida, la cual, irremediablemente, acababa casi siempre de la misma forma: desmembrados por los enemigos, amontonándose sus cadáveres en el campo de batalla. Su nula experiencia bélica no los hacía rivales de los que habían nacido para la guerra.

Pronto empezarían las lluvias en la sabana, la estación seca llegaba a su fin y uno de esos esclavos lo único que quería era regresar a su hogar. Después de haber estado con sus señores por mucho tiempo, había adquirido ciertas habilidades en combate. Aún seguía vivo después de muchas batallas y ahora no estaba dispuesto a participar en la gran guerra que se avecinaba. Parte de su vida la había pasado como recolector y ahora, pasado el tiempo, lo único que deseaba era volver a su vida anterior.

Así qué empezó a planear la estrategia, la misma que tiempo atrás le habían enseñado sus señores. Muchos de sus compañeros eran igual de veteranos que él y al compartir el mismo anhelo, estaba convencido de que lo seguirían. Ya había llegado el momento de la batalla, la que les proporcionaría la libertad. La decisión estaba tomada.

Hacía tiempo que los esclavos sobrepasaban en número a sus amos, esto nunca había sucedido en el pasado. Al darse cuenta de este hecho fue cuando se decidió que la hora había llegado y se zanjó la táctica a seguir.

Un pequeño grupo de esclavos serian los encargados de adentrarse en las líneas enemigas — ellos no los consideraban enemigos, pero sí sus señores—para hacerles saber las intenciones de sublevación. Mientras ellos atacaban desde dentro, el ejército aliado, o amigo en este caso—ya que eran de la misma especie—, llegaría antes de que dieran la orden de partir hacia la guerra. Esto los pillaría desprevenidos teniendo que contener dos frentes. Uno, los de sus propios esclavos y otro, el de los combatientes a conquistar.

Cuando todo empezó el sol estaba en lo más alto. El medio día era abrasador, el astro rey estaba siendo implacable aunque ellos no fueran conscientes de eso, ya que la refriega se había iniciado bajo tierra, en los túneles que, construidos por obligación, habían hecho para su propio provecho — siempre los hacían así, esperando día tras día lo que ahora por fin se había dado—, controlando cada recoveco, cada galería, cada burladero y las salidas al exterior, para los más débiles o con menos experiencia para afrontar la batalla.

La lucha cuerpo a cuerpo fue cruel, sangrienta y despiadada. No hubo compasión para los sublevados ni para sus captores. Los túneles que habían servido de refugio y de almacén eran ahora un campo de batalla. Los cuerpos desmembrados se contaban por cientos. Esos mismos cadáveres hacían de parapeto para los muchos soldados inexpertos, dándoles algo de ventaja para no ser cazados o ejecutados, ya que los restos de sus compañeros, ayudándoles en su muerte, servían a su vez de trincheras haciendo mucho más difícil el avance de sus enemigos. Llegando a tal punto que la batalla se trasladó, sin ser conscientes de ello, fuera de los túneles, dándoles una ventaja considerable a los esclavistas.

Pronto las bajas de los que pretendían la libertad fueron en aumento. Estaban siendo diezmados por la superioridad en batalla y fuerza física de sus contrincantes. Cuando todo parecía perdido llegaron los refuerzos.

Se habían juntado más de veinte especies de hormigas para aniquilar al conquistador. La avanzadilla de las esclavas había dado sus frutos y sus rescatadores llegaron, aunque demasiado tarde para muchos.

Las guerreras esclavistas sucumbieron. Aun así, no pararon de luchar hasta que no quedó ni una sola en pie.

Los cuerpos inertes se contaban por miles. Las que quedaron con vida no olvidarían nunca que una simple recolectora les había dado la opción de luchar por su dignidad.

La hormiga que había dado esperanzas a sus compañeras yacía en el suelo seco de la sabana, despedazada, habiendo muerto con honor. No volvería a su hogar, no volvería a recolectar para su clan, pero había logrado que todas las demás lucharan por un objetivo.

La libertad.

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