Eran
los guerreros más pequeños de la sabana Africana, pero no por eso los menos
temidos. Empezaba a amanecer, los primeros rayos se colaban entre las ramas de
la solitaria acacia que habían tomado como referencia del territorio que ahora
reclamaban para ellos. La actividad en las filas era frenética. Cada uno de sus
miembros sabía perfectamente que era lo que debían de hacer esa mañana. Se
estaban preparando para la gran guerra y se notaba en el ambiente, ya no por el
nerviosismo, sino por la adrenalina que podía olerse recorriendo todo el
asentamiento.
Habían
llegado el día anterior para preparar la conquista del territorio. Las tropas
estaban distribuidas para proteger los posibles puntos de acceso que pudieran
encontrar los enemigos en su campamento. La inteligencia colectiva les había
servido para mantener esclavizados a sus rivales durante muchos años, ya que la
guerra era su modo de vida. Los soldados opositores, al escuchar su avance —haciendo
temblar la tierra a su paso—, intentaban plantar cara aun estando en
inferioridad numérica. No les faltaba valor, ya que ellos luchaban por su prole
y el territorio adquirido mucho tiempo atrás.
La
misión de las falanges era adentrarse en las columnas enemigas para hacer
prisioneros y después integrarlos a sus filas como carne de cañón. Obligándoles
a hacer de avanzadilla en sus numerosas incursiones solo por seguir teniendo el
potencial de las masas en combate. Cuantos más mejor. Así era como ganaban sus
batallas, siempre superando en número a sus contendientes.
Muchos
de los prisioneros eran obligados a atender las necesidades de la tropa, bien como
proveedores de alimentos y haciendo los trabajos más pesados, bien excavando en
la tierra seca bajo un sol de justicia o manteniendo los asentamientos en perfecto
orden de limpieza. Otros por el contrario, sin tener ninguna experiencia en
combate, eran obligados a luchar por sus nuevos señores. Los inexpertos
soldados no luchaban por obligación o por estar subyugados, sino por su vida,
la cual, irremediablemente, acababa casi siempre de la misma forma:
desmembrados por los enemigos, amontonándose sus cadáveres en el campo de
batalla. Su nula experiencia bélica no los hacía rivales de los que habían
nacido para la guerra.
Pronto
empezarían las lluvias en la sabana, la estación seca llegaba a su fin y uno de
esos esclavos lo único que quería era regresar a su hogar. Después de haber
estado con sus señores por mucho tiempo, había adquirido ciertas habilidades en
combate. Aún seguía vivo después de muchas batallas y ahora no estaba dispuesto
a participar en la gran guerra que se avecinaba. Parte de su vida la había
pasado como recolector y ahora, pasado el tiempo, lo único que deseaba era
volver a su vida anterior.
Así
qué empezó a planear la estrategia, la misma que tiempo atrás le habían
enseñado sus señores. Muchos de sus compañeros eran igual de veteranos que él y
al compartir el mismo anhelo, estaba convencido de que lo seguirían. Ya había
llegado el momento de la batalla, la que les proporcionaría la libertad. La
decisión estaba tomada.
Hacía
tiempo que los esclavos sobrepasaban en número a sus amos, esto nunca había
sucedido en el pasado. Al darse cuenta de este hecho fue cuando se decidió que
la hora había llegado y se zanjó la táctica a seguir.
Un
pequeño grupo de esclavos serian los encargados de adentrarse en las líneas
enemigas — ellos no los consideraban enemigos, pero sí sus señores—para
hacerles saber las intenciones de sublevación. Mientras ellos atacaban desde
dentro, el ejército aliado, o amigo en este caso—ya que eran de la misma
especie—, llegaría antes de que dieran la orden de partir hacia la guerra. Esto
los pillaría desprevenidos teniendo que contener dos frentes. Uno, los de sus
propios esclavos y otro, el de los combatientes a conquistar.
Cuando
todo empezó el sol estaba en lo más alto. El medio día era abrasador, el astro
rey estaba siendo implacable aunque ellos no fueran conscientes de eso, ya que
la refriega se había iniciado bajo tierra, en los túneles que, construidos por
obligación, habían hecho para su propio provecho — siempre los hacían así,
esperando día tras día lo que ahora por fin se había dado—, controlando cada
recoveco, cada galería, cada burladero y las salidas al exterior, para los más
débiles o con menos experiencia para afrontar la batalla.
La
lucha cuerpo a cuerpo fue cruel, sangrienta y despiadada. No hubo compasión
para los sublevados ni para sus captores. Los túneles que habían servido de
refugio y de almacén eran ahora un campo de batalla. Los cuerpos desmembrados
se contaban por cientos. Esos mismos cadáveres hacían de parapeto para los
muchos soldados inexpertos, dándoles algo de ventaja para no ser cazados o
ejecutados, ya que los restos de sus compañeros, ayudándoles en su muerte, servían
a su vez de trincheras haciendo mucho más difícil el avance de sus enemigos.
Llegando a tal punto que la batalla se trasladó, sin ser conscientes de ello,
fuera de los túneles, dándoles una ventaja considerable a los esclavistas.
Pronto
las bajas de los que pretendían la libertad fueron en aumento. Estaban siendo
diezmados por la superioridad en batalla y fuerza física de sus contrincantes.
Cuando todo parecía perdido llegaron los refuerzos.
Se
habían juntado más de veinte especies de hormigas para aniquilar al
conquistador. La avanzadilla de las esclavas había dado sus frutos y sus
rescatadores llegaron, aunque demasiado tarde para muchos.
Las
guerreras esclavistas sucumbieron. Aun así, no pararon de luchar hasta que no
quedó ni una sola en pie.
Los
cuerpos inertes se contaban por miles. Las que quedaron con vida no olvidarían
nunca que una simple recolectora les había dado la opción de luchar por su
dignidad.
La
hormiga que había dado esperanzas a sus compañeras yacía en el suelo seco de la
sabana, despedazada, habiendo muerto con honor. No volvería a su hogar, no
volvería a recolectar para su clan, pero había logrado que todas las demás
lucharan por un objetivo.
La
libertad.