domingo, 15 de diciembre de 2013

POLVO DE ESTRELLAS

 
 
 
 
 
POLVO DE ESTRELLAS
Soíd creció mirando las estrellas; esas estrellas que tantas alegrías le habían dado durante toda su vida. Parecía que ahora se estuvieran volviendo contra él, agotadas de revelarle sus secretos más íntimos cada vez que los demandaba. Ahora ya siendo adulto observaba la órbita del planeta que lo había acogido tiempo atrás siendo un niño con toda su familia.

Cuando el suyo propio capituló a la sobreexplotación y tuvieron que abandonarlo más de quince mil millones de seres, fueron recibidos con los brazos abiertos por una estrella gemela. Pero ahora sus pies volvían a pisar tierra árida y tenía que encontrar una solución. No quería ver como poco a poco su hogar moría sin remisión.

Parpadeó y, tropezando sus pupilas con un mundo joven, su imaginación voló. Era el globo azul que llevaba tiempo observando. Los cálculos y estudios planetarios que había hecho su equipo de astrónomos sobre ese orbe les habían hecho prever que podría albergar vida en poco más de unos diecinueve años galácticos. Demasiado tiempo para lo que le quedaba a él de existencia.

Su ciclo vital se aproximaba a su fin, estaba demasiado cerca. No tenía miedo a desaparecer, pero sí a morir sin haber hecho algo para que generaciones venideras lo recordaran, casi, eternamente.
Sus logros como bioquímico y genetista no eran bastante para él. Los estudios y ensayos en clonación molecular y celular le eran insuficientes: quería más. No para ser inmortalizado después de que desapareciera, o por lo menos eso era lo que creía.

Sabía que tarde o temprano formaría parte del cosmos como pura energía fundiéndose en él, para seguir siendo parte de la materia que componía ese infinito y eso era algo de lo que se enorgullecía. Al fin y al cabo era como todos acabarían. En el universo eterno.

Se acomodó en su sillón favorito. Llevaba un ciclo demasiado largo sin conciliar el sueño y su cuerpo le gritaba, le suplicaba un mínimo tiempo para reponerse. Le hizo caso, cosa bastante extraña en él.

La Vía Láctea se materializaba ante sus ojos como un lienzo en blanco. Como si él pudiera ir dando forma y color a todo lo que podía ver, sentir y tocar, como si lo estuviera creando él mismo, un big bang particular. Gravitaba en el entorno como ese orbe azul al que aún no le había dado nombre. En su sueño realizó la órbita de ese extraño sistema solar alrededor del centro de la Vía Láctea, tardando doscientos veinticinco millones de años “terrestres”. Todo un año cósmico.

Se despertó sobresaltado, su corazón danzaba alborozado. Ya tenía un nombre para esa pequeña esfera achatada en sus polos. Ya tenía nombre, volvió a pensar y, levantándose de un brincó pronunció una palabra: Tierra.

Se dirigió corriendo a su laboratorio. Cuando entró en él, solo lo recibieron las frías luces blancas y los sonidos de los aparatos del recinto. Podía notar la magnitud de la nave en la que se hallaba. Medía más de diez kilómetros de longitud y siete y medio de ancho, con una altura de cinco kilómetros, albergando a casi un millón de individuos. Astrónomos, geólogos, genetistas, médicos, pilotos. Todos voluntarios para buscar un nuevo hogar donde aprender a querer y cuidar lo que el universo les brindara.

Se permitió soñar despierto y él no era de esos. Su mesa de trabajo estaba impecable; la meticulosidad se la había otorgado el trabajo que desempeñaba. Fijó la vista en el microscopio de electrones y se dirigió hacia donde guardaba las muestras de ADN criogenizadas. Estaba dispuesto a hacer algo que hacía muchísimo tiempo que no se realizaba por no haber dado los resultados esperados.

Cuando estaba a punto de coger los óvulos custodiados en el laboratorio, donados por la tripulación femenina, entró su ayudante.

—Soíd ¿no puedes dormir? — dijo sorbiendo algún tipo de líquido humeante.
Él giró con brusquedad casi perdiendo su verticalidad.
— Hey, hey. Cuidado— le dijo Lin dejando la taza sobre una de las mesas de la entrada. Corrió hacia a su mentor y amigo, para evitar su caída al frío suelo.
— No pasa nada, solo que me has asustado. No esperaba a nadie a estas horas.
— Ya bueno… yo tampoco esperaba ver a nadie. No podía dormir y después de estar harta de leer me he decidido a venir aquí. ¿Qué estabas haciendo? ¿Puedo ayudarte?
Soíd la miró como si estuviera mirando a través de su microscopio, evaluando si podía confiarle lo que tenía en mente hacer.
— Sabes que Patmob se muere y todos nosotros estamos aquí para encontrar un planeta que tenga la misma atmosfera o muy similar a la de nuestro planeta. También hay otros requisitos, como que esté deshabitado — dijo girándose para no mirarla directamente a los ojos y empezar a enumerar la larga lista de requerimientos que necesitaban encontrar en un nuevo mundo.
— Sí. ¿Qué quieres decirme con eso? — contestó cruzándose de brazos.
— También sabes… que hemos encontrado un planeta joven ¿no? —siguió diciendo girándose hacia ella, esta vez mirándola directamente a los ojos.
El brillo que vio en sus ojos le hizo pensar que tenía algo entre manos, algo gordo. Lo conocía demasiado bien. Acabó asintiendo.
— Bien, ¿cuánto tiempo llevamos buscando un planeta para poder albergar a todos los que siguen en Patmob?

Ella, encogiéndose de hombros y mirando hacía el suelo para poder dar una respuesta lo más aproximada posible le dijo negando con la cabeza:
— ¿Doscientos cincuenta años?
—Casi. Exactamente doscientos cuarenta y ocho. ¿Cuantos planetas hemos encontrado que dieran la “talla” en todo este tiempo?— volvió a preguntar con una sonrisa en sus labios, pero con tristeza en sus ojos.
— Ninguno — contestó Lin mordiéndose la uña del pulgar derecho.
— Exacto. Ninguno. Ya no tenemos mucho más tiempo. ¿Otros cien, como mucho?— dijo levantando una de las cejas.
— Sí, más o menos. Por lo menos es lo que han calculado los astrónomos, antes de que el planeta diga basta.
— Bien. Creo que he encontrado la forma de perdurar.

Ella lo miraba con interés. Soíd al observarla sabía que tenía toda su atención. Sus gestos, su postura erguida, su mirada inteligente, todo le indicaba que ahora, en ese preciso momento, no existía otro pensamiento que no fuera escuchar lo que le quería decir. Y por eso la amaba.
— Sé cómo hacerlo, cómo hacer que nuestros genes sigan en otro planeta después de que todos nosotros hayamos desaparecido. Aquí en esta nave acabaremos muriendo tarde o temprano uno a uno. Igual que en Patmob si no encontramos un astro rápido y al paso que vamos el único planeta que puede albergarnos es esté pequeñín— dijo señalando con su dedo índice el mapa estelar que tenían delante.
— No es lo suficientemente grande.
— Lo sé. Por eso tengo pensado clonar a una pareja de nuestra especie, ajustándolos genéticamente al ciclo vital de la Tierra y así poder poblarla. No pueden ser tan longevos ni tan grandes como nosotros. Volverían a ser demasiados y podría repetirse la historia de Patmob.
— ¿La Tierra? — preguntó cuando acabó su explicación.
— Así la he llamado. ¿Me ayudarás?

Los años que transcurrieron hasta que pudieron tener a los dos especímenes adultos para poder procrear, fueron duros, aunque alegres.Los continuos viajes a la Tierra en pequeñas lanzaderas con sus clones para que pudieran aclimatarse, fueron despiadados, pero también fueron prolíferos. Estuvieron a punto de perder a los dos, en varias ocasiones por las enfermedades que contrajeron. Eso mismo les permitió ser inmunes a los numerosos gérmenes que la poblaban.
Los veían crecer fuertes y totalmente aclimatados al nuevo mundo. Un mundo repleto de agua dulce y salada, con frondosos bosques primigenios. El ecosistema era perfecto.

Cuando llegó la hora de dejarlos a su suerte, borraron sus recuerdos permanentemente. Todo lo que les pudiera recordar de dónde procedían. Soíd y Lin miraban como se alejaban ellos mismos de la seguridad que habían tenido durante veinte años. Sentían la angustia en sus propias carnes. Eran ellos, sin serlo.

La nave llamada Nasborn, nunca llegó a encontrar un nuevo planeta para Patmob. Muriendo sus habitantes lentamente, haciendo que sus pobladores siempre miraran al cielo esperando el milagro.
Soíd, Lin y toda la tripulación tuvieron algo más de tiempo. El suficiente para poder dejar al hombre y la mujer que habían creado en un laboratorio. También para poder tener su propia descendencia y habitar otro mundo a muchos años luz de ese sistema solar, con los pocos voluntarios que habían quedado vivos.

Lin siempre recordaría hasta el último día de su vida que aquella mujer era ella. El hombre era igual que Soíd y como los vio marchar cogidos de la mano, totalmente desnudos. También recordó que alguien, en algún momento preguntó una vez antes de que se alejaran:
— ¿Qué es eso?
—No deberías preguntar qué es eso, sino ¿quiénes son ellos?— dijo Soíd con orgullo.
— Y bien, ¿quiénes son?— preguntó de nuevo.
— Ellos son Adán y Eva. Para ellos seré el ser que vino del cielo. Durante un tiempo los guiaré y después, cuando yo ya no esté, mi hijo seguirá lo que yo empecé.
— ¿Y cómo te llamaran para saber quién eres?— preguntó el hombre del que Lin ya no recordaba su nombre.
— Creo que mi nombre al revés es perfecto, sin comienzo ni fin.

Lin al recordar esto en su último suspiro y estando rodeada de sus seres queridos, miró al infinito. Una lágrima rodó por su mejilla. Soíd hacía tiempo que ya no estaba entre ellos. Por fin se reuniría con él, con su segundo creador. Ya había llegado la hora y cerrando los ojos, a continuación pronuncio su última palabra con amor. Convirtiéndose para siempre en polvo de estrellas.

¡Dios!

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